Inicio para Osvaldo
Osvaldo está en cinta podría comenzar por acá. Lo ideal es tener una parte un tanto indefinido que es el primero, y que encaja por el lado de la voz en la cinta y la propia voz narrativa. La segunda la historia principal, que es la que sucede en la actualidad. (Tal vez rebajándole un poco el tono Starsky & Hutch).
Es un rescate arqueológico de la capa mezosoica profunda, porque ya ni siquiera encontraba el archivo (creo que ni estaba en Word), desde ese lejano 1997.
Escupe y escapa
I
658 12 45
—El número que usted marcó está suspendido, disculpe las molestias que esto le ocasiona.
—Quiero que mis pensamientos se desvíen y me desvíen.
658 12 45
—El número que usted marcó está suspendido, disculpe las molestias que esto le ocasiona.
—Quiero suavemente enjuagar todos tus recuerdos.
658 12 45
—El número que usted marcó está suspendido, disculpe las molestias que esto le ocasiona.
—Quiero liberarte de esa última prisión que es mi memoria.
658 12 45
—El número que usted marcó está suspen...
—¡Me lleva la chingada!
—Y yo, ¿qué culpa tengo?
—... ¿Quién habla?
—No sé. No lo sé. Hasta ahora sólo había repetido aquello del número suspendido. Y tú quién eres.
—Soy Sebastián.
—¿Y a quién buscabas con tanta insistencia?
—A Casilda...
—¿Es tu novia?
—Es una larga historia.
II
La primera vez que defenestré a alguien fue por Casilda, pero igual, eso tiene poco que ver con esta historia. Casilda no, al contrario, ella es el eje alrededor del cual gira esta serie de acontecimientos: Casilda es la causa de todo.
Aunque las cosas empezaron mucho antes, todo estalló el día que le puse un ojo morado. Entraba por el pasillo central de la Facultad cuando vi que dos hombres la llevaban cada uno de un brazo. Obvio, eran judiciales, lo cual sólo podía significar que la persecución había comenzado.
Bajé la mirada para que no se fijaran en mí. Lo logré con ellos, pero no con Casilda. Sus ojos se inyectaron a los míos, sentí su mirada quemándome el estómago: estuve a punto de echarlo todo a perder. Seguí de largo. A mi izquierda percibí la entrada de la cafetería. No quise ni siquiera volverme para ver si había alguien conocido. Nadie podía ayudar.
A mi derecha apareció la puerta azul de aluminio detrás de la cual de vez en cuando había visto desaparecer a los trabajadores de intendencia. Un chaparrito de bata azul abría la puerta. Después de que pasó me metí tras de él dejando emparejado. La habitación era una bodega pequeña y mal iluminada. Miré por todos lados, sólo había pilas de libros, cajas amontonadas y algunos trofeos polvosos. En eso, el chaparro notó mi presencia.
—¿Y usté qué hace aquí? ¡Salga! Aquí no pueden entrar los alumnos.
Le respondí aterrizándole en la barbilla la trayectoria circular que mi brazo derecho le había impuesto a uno de los trofeos. La bata azul describió una curva impecable antes de caer sin estrépito sobre algunas cajas. El trofeo que había utilizado pesaba demasiado, así que lo deposité a un lado y empuñé dos un poco más ligeros. El que terminaba en un futbolista se amoldaba perfectamente a mi mano derecha, pero el otro tenía al final una Victoria cuyas alas me punzaban los dedos de la izquierda.
Empujé la puerta y salí de prisa. Los judiciales estaban a punto de sacar a Casilda de la Facultad. Me acerqué por detrás. El flujo de alumnos que entraban y salían me envolvió en la discreción de la multitud, pero un tipo que se recargaba contra la vitrina de novedades editoriales, de facciones imposibles de malinterpretar, me vio. Bajó una mano en dirección a la cintura, pero el trofeo de la Victoria se la desvió en el momento en que sacaba la pistola mientras el del futbolista se le estrellaba en plena sien derecha. Antes de que la pistola golpeara el suelo di media vuelta, levanté ambos brazos, y con todas mis fuerzas los dejé caer sobre los judiciales que llevaban a Casilda. Escuché algo crujir; tuve la certeza de que no se trataba del mármol de los trofeos.
Instintivamente dejé caer el de la mano izquierda. Las alas de la Victoria me habían dejado los dedos en un estado lamentable. Escuché un gemido en la dirección del primer judicial que había descontado; emulando el gesto del trofeo que todavía sostenía en la derecha, lo silencié con una de mis botas. Aventé el trofeo y tomé la charola del judicial que colgaba de su cinturón, embarrándolo todo de sangre.
Casilda recogió la pistola que estaba en el suelo.
—¡Dámela! —Le dije arrebatándosela.
La facilidad con que me la entregó me hizo ver que estaba a punto de un ataque de histeria. Alrededor la gente miraba sin entender un carajo, pero la presencia del arma los tenía a todos quietecitos.
Tomé a Casilda de un brazo y con un golpe seco le dejé ir la pistola a la cara. Se llevó ambas manos al ojo izquierdo. Al reconocer en las maldiciones que siguieron a un primer auch el tono ronco que su voz adopta en situaciones críticas, me di cuenta que recuperaba la sangre fría de su estado natural. Le pasé el brazo izquierdo por debajo del cuello y apuntándole a la cabeza grité:
—¡Alguien da un paso y la nena estalla!
Como no hubiera sido raro que más de un Spirit blanco nos esperara en el estacionamiento, no nos quedamos a ver qué resultado tenía mi amenaza; jalé a Casilda hacia el interior de la Facultad. Corrimos hasta llegar al aeropuerto y a brincos subimos las escaleras al segundo piso. Había poca gente fuera de clases, por lo que nadie nos estorbó el paso. Ahora la tenía agarrada de la mano, de la cual tiraba en un desesperado afán por alcanzar mayor velocidad.
Tan sólo unos cuantos chavos caminaban desperdigados a lo largo del pasillo por el que íbamos. Comencé a sentir que las paredes de ladrillo blanco se nos iban cerrando encima hasta volverse una película asfixiante que detenía nuestra carrera Llegamos al final del corredor.
—¡Por acá! —Me dijo Casilda, abalanzándose hacia las escaleras que llevan al tercer piso.
—No, por acá llegamos a Derecho. —Le rebatí en tanto abría de un empellón la puerta del salón 208.
Por suerte no había nadie en clase. Salimos al balcón que presentaba una vista completa de Las Islas: no parecía haber ningún movimiento más allá del normal. Recorrimos el balcón hasta su extremo, saltamos el borde que lo separa de la Facultad de Derecho, y entramos a un salón ocupado por varias fotocopiadoras.
Las señoritas que manipulaban las máquinas pararon su actividad al tiempo que nos dedicaban a Casilda y a mí una mirada de extrañeza a trío. Empujé la mesa que bloqueaba la entrada, tras la cual se formaba una larga fila de estudiantes en la que descubrí a Luis.
—Güey, necesito que me prestes tu coche, vida o muerte.
Luis sólo me respondió con una mirada similar a la de las señoritas que se dirigía a mi mano derecha. Me di cuenta que llevaba la pistola empuñada.
—¡Cabrón, que me des las llaves!
Luis levantó la vista para encontrar el ojo de Casilda, que comenzaba a tomar un tono violeta. Se metió la mano en la bolsa del pantalón y me extendió un llavero.
—Está donde siempre. —Nos dijo pasando saliva con dificultad.
—Gracias. Si te interrogan diles que te amenacé con esto en las pelotas. —Le respondí mostrándole por última vez la pistola que luego guardé entre el pantalón y la playera.
Casilda lo besó en una de sus atónitas mejillas, me quitó las llaves y se arrancó escaleras abajo. Yo la seguía, como siempre, la seguía de cerca, sin importarme a dónde me conducirían sus locuras.
Con Casilda al volante, no tardamos nada en llegar al Metro C.U. Entramos al estacionamiento público que queda un poco más allá de la entrada del metro, los peseros y demás ajetreo. Salimos del coche. Casilda se sentó sobre el cofre. Una rendija en el techo permitía que un haz de luz le iluminara el rostro. Se quitó de la cara un mechón de su pelo barrocamente rizado, y me miró. Sus pupilas adquirieron el tono azul marino que siempre toman cuando les pega la luz angularmente. Estiré una mano para acariciar su ojo maltrecho.
—Tienes un lunar dentro del iris. —Le dije entusiasmado con mi descubrimiento.
—Sí, ¿no lo habías visto?
Me le quedé mirando. Era increíble que tuviéramos esa conversación dadas las circunstancias.
—Mira, sólo hay dos alternativas: o salimos del país inmediatamente, o te vas ahorita mismo al periódico de David y haces una declaración que haga volar todo de una vez.
—¿Y tú?
—¿Yo? Yo acabo de descerebrar a dos judiciales, no hay nada que me mantenga en el país por los siguientes quince años.
Casilda sonrió. Sólo sonrió y acercó lentamente sus ojos entintados a los míos. Yo sonreí también antes de perderme entre la textura de sus labios, con conocimiento pleno de que en la curva de esa sonrisa se cifraba mi suerte.
Es un rescate arqueológico de la capa mezosoica profunda, porque ya ni siquiera encontraba el archivo (creo que ni estaba en Word), desde ese lejano 1997.
Escupe y escapa
I
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—El número que usted marcó está suspendido, disculpe las molestias que esto le ocasiona.
—Quiero que mis pensamientos se desvíen y me desvíen.
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—El número que usted marcó está suspendido, disculpe las molestias que esto le ocasiona.
—Quiero suavemente enjuagar todos tus recuerdos.
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—El número que usted marcó está suspendido, disculpe las molestias que esto le ocasiona.
—Quiero liberarte de esa última prisión que es mi memoria.
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—El número que usted marcó está suspen...
—¡Me lleva la chingada!
—Y yo, ¿qué culpa tengo?
—... ¿Quién habla?
—No sé. No lo sé. Hasta ahora sólo había repetido aquello del número suspendido. Y tú quién eres.
—Soy Sebastián.
—¿Y a quién buscabas con tanta insistencia?
—A Casilda...
—¿Es tu novia?
—Es una larga historia.
II
La primera vez que defenestré a alguien fue por Casilda, pero igual, eso tiene poco que ver con esta historia. Casilda no, al contrario, ella es el eje alrededor del cual gira esta serie de acontecimientos: Casilda es la causa de todo.
Aunque las cosas empezaron mucho antes, todo estalló el día que le puse un ojo morado. Entraba por el pasillo central de la Facultad cuando vi que dos hombres la llevaban cada uno de un brazo. Obvio, eran judiciales, lo cual sólo podía significar que la persecución había comenzado.
Bajé la mirada para que no se fijaran en mí. Lo logré con ellos, pero no con Casilda. Sus ojos se inyectaron a los míos, sentí su mirada quemándome el estómago: estuve a punto de echarlo todo a perder. Seguí de largo. A mi izquierda percibí la entrada de la cafetería. No quise ni siquiera volverme para ver si había alguien conocido. Nadie podía ayudar.
A mi derecha apareció la puerta azul de aluminio detrás de la cual de vez en cuando había visto desaparecer a los trabajadores de intendencia. Un chaparrito de bata azul abría la puerta. Después de que pasó me metí tras de él dejando emparejado. La habitación era una bodega pequeña y mal iluminada. Miré por todos lados, sólo había pilas de libros, cajas amontonadas y algunos trofeos polvosos. En eso, el chaparro notó mi presencia.
—¿Y usté qué hace aquí? ¡Salga! Aquí no pueden entrar los alumnos.
Le respondí aterrizándole en la barbilla la trayectoria circular que mi brazo derecho le había impuesto a uno de los trofeos. La bata azul describió una curva impecable antes de caer sin estrépito sobre algunas cajas. El trofeo que había utilizado pesaba demasiado, así que lo deposité a un lado y empuñé dos un poco más ligeros. El que terminaba en un futbolista se amoldaba perfectamente a mi mano derecha, pero el otro tenía al final una Victoria cuyas alas me punzaban los dedos de la izquierda.
Empujé la puerta y salí de prisa. Los judiciales estaban a punto de sacar a Casilda de la Facultad. Me acerqué por detrás. El flujo de alumnos que entraban y salían me envolvió en la discreción de la multitud, pero un tipo que se recargaba contra la vitrina de novedades editoriales, de facciones imposibles de malinterpretar, me vio. Bajó una mano en dirección a la cintura, pero el trofeo de la Victoria se la desvió en el momento en que sacaba la pistola mientras el del futbolista se le estrellaba en plena sien derecha. Antes de que la pistola golpeara el suelo di media vuelta, levanté ambos brazos, y con todas mis fuerzas los dejé caer sobre los judiciales que llevaban a Casilda. Escuché algo crujir; tuve la certeza de que no se trataba del mármol de los trofeos.
Instintivamente dejé caer el de la mano izquierda. Las alas de la Victoria me habían dejado los dedos en un estado lamentable. Escuché un gemido en la dirección del primer judicial que había descontado; emulando el gesto del trofeo que todavía sostenía en la derecha, lo silencié con una de mis botas. Aventé el trofeo y tomé la charola del judicial que colgaba de su cinturón, embarrándolo todo de sangre.
Casilda recogió la pistola que estaba en el suelo.
—¡Dámela! —Le dije arrebatándosela.
La facilidad con que me la entregó me hizo ver que estaba a punto de un ataque de histeria. Alrededor la gente miraba sin entender un carajo, pero la presencia del arma los tenía a todos quietecitos.
Tomé a Casilda de un brazo y con un golpe seco le dejé ir la pistola a la cara. Se llevó ambas manos al ojo izquierdo. Al reconocer en las maldiciones que siguieron a un primer auch el tono ronco que su voz adopta en situaciones críticas, me di cuenta que recuperaba la sangre fría de su estado natural. Le pasé el brazo izquierdo por debajo del cuello y apuntándole a la cabeza grité:
—¡Alguien da un paso y la nena estalla!
Como no hubiera sido raro que más de un Spirit blanco nos esperara en el estacionamiento, no nos quedamos a ver qué resultado tenía mi amenaza; jalé a Casilda hacia el interior de la Facultad. Corrimos hasta llegar al aeropuerto y a brincos subimos las escaleras al segundo piso. Había poca gente fuera de clases, por lo que nadie nos estorbó el paso. Ahora la tenía agarrada de la mano, de la cual tiraba en un desesperado afán por alcanzar mayor velocidad.
Tan sólo unos cuantos chavos caminaban desperdigados a lo largo del pasillo por el que íbamos. Comencé a sentir que las paredes de ladrillo blanco se nos iban cerrando encima hasta volverse una película asfixiante que detenía nuestra carrera Llegamos al final del corredor.
—¡Por acá! —Me dijo Casilda, abalanzándose hacia las escaleras que llevan al tercer piso.
—No, por acá llegamos a Derecho. —Le rebatí en tanto abría de un empellón la puerta del salón 208.
Por suerte no había nadie en clase. Salimos al balcón que presentaba una vista completa de Las Islas: no parecía haber ningún movimiento más allá del normal. Recorrimos el balcón hasta su extremo, saltamos el borde que lo separa de la Facultad de Derecho, y entramos a un salón ocupado por varias fotocopiadoras.
Las señoritas que manipulaban las máquinas pararon su actividad al tiempo que nos dedicaban a Casilda y a mí una mirada de extrañeza a trío. Empujé la mesa que bloqueaba la entrada, tras la cual se formaba una larga fila de estudiantes en la que descubrí a Luis.
—Güey, necesito que me prestes tu coche, vida o muerte.
Luis sólo me respondió con una mirada similar a la de las señoritas que se dirigía a mi mano derecha. Me di cuenta que llevaba la pistola empuñada.
—¡Cabrón, que me des las llaves!
Luis levantó la vista para encontrar el ojo de Casilda, que comenzaba a tomar un tono violeta. Se metió la mano en la bolsa del pantalón y me extendió un llavero.
—Está donde siempre. —Nos dijo pasando saliva con dificultad.
—Gracias. Si te interrogan diles que te amenacé con esto en las pelotas. —Le respondí mostrándole por última vez la pistola que luego guardé entre el pantalón y la playera.
Casilda lo besó en una de sus atónitas mejillas, me quitó las llaves y se arrancó escaleras abajo. Yo la seguía, como siempre, la seguía de cerca, sin importarme a dónde me conducirían sus locuras.
Con Casilda al volante, no tardamos nada en llegar al Metro C.U. Entramos al estacionamiento público que queda un poco más allá de la entrada del metro, los peseros y demás ajetreo. Salimos del coche. Casilda se sentó sobre el cofre. Una rendija en el techo permitía que un haz de luz le iluminara el rostro. Se quitó de la cara un mechón de su pelo barrocamente rizado, y me miró. Sus pupilas adquirieron el tono azul marino que siempre toman cuando les pega la luz angularmente. Estiré una mano para acariciar su ojo maltrecho.
—Tienes un lunar dentro del iris. —Le dije entusiasmado con mi descubrimiento.
—Sí, ¿no lo habías visto?
Me le quedé mirando. Era increíble que tuviéramos esa conversación dadas las circunstancias.
—Mira, sólo hay dos alternativas: o salimos del país inmediatamente, o te vas ahorita mismo al periódico de David y haces una declaración que haga volar todo de una vez.
—¿Y tú?
—¿Yo? Yo acabo de descerebrar a dos judiciales, no hay nada que me mantenga en el país por los siguientes quince años.
Casilda sonrió. Sólo sonrió y acercó lentamente sus ojos entintados a los míos. Yo sonreí también antes de perderme entre la textura de sus labios, con conocimiento pleno de que en la curva de esa sonrisa se cifraba mi suerte.
Etiquetas: novela, Osvaldo está en cinta
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