Un paseo por el bosque
Como no hay acceso directo por Internet, pongo aquí el cuento con que El Ángel de Reforma cerró la serie de lecturas para el verano.
Un paseo por el bosque
Gonzalo Soltero
La noticia recorrió el cuerpo del señor Sgarbi como una ola corrosiva, cauterizando las terminaciones nerviosas a su paso. Trató de asimilar lo que había oído. Contuvo los sollozos. Comprendió que permitirse cualquier emoción le impediría cumplir lo que el agente acababa de encargarle: ir al Ajusco a reconocer los restos.
Condujo como un autómata, a una velocidad imprudente. El agente había insistido en lo apremiante de su presencia. Tomó el libramiento de la carretera. La migraña que despertó al colgar el teléfono se intensificó conforme ascendía y dejaba atrás las afueras de la ciudad.
En cuanto se acercó al kilómetro que le habían indicado redujo la marcha. Nunca había subido tan arriba. A esa altura el área boscosa se extendía sin otra interrupción que la franja de asfalto y algún coche como el suyo, que pasaba muy de vez en cuando. Una patrulla lo esperaba. Descendió un policía uniformado, con mirada de pésame bajo le visera, y le indicó por donde seguir.
A unos pasos lo aguardaba un hombre de bata blanca. Usaba el cabello engomado y un bigote ralo. Inclinó la cabeza ligeramente a manera de saludo.
—Señor Sgarbi, muchas gracias por venir tan pronto. Soy el perito forense. Por favor, acompáñeme por aquí —apoyó la mano izquierda contra su espalda y comenzó a guiarlo suavemente hacia el lugar de los hechos. Sgarbi se dejó conducir. El perito le inspiró una confianza mecánica, tal vez por la serie de medicina forense que veía en televisión.
—Mire, quiero ser claro con usted —comenzó a decirle con tono pausado—. Generalmente no le habríamos llamado en esta fase de la averiguación. Lo apropiado es que el reconocimiento se de en la morgue, después de la autopsia, cuando el cadáver ha sido revisado y aseado. Pero creemos que en este caso tal vez pueda ayudarnos. Aquí es difícil encontrar indicios, el rastro se enfría pronto. La vegetación no tarda en absorber las pistas.
Sgarbi volvió la cabeza en dirección a la carretera que se perdía ya entre los troncos derechísimos de los pinos. El suelo estaba cubierto por una capa de hojas sobre la cual sus pasos no habían dejado marca alguna. La mano en su espalda presionó con firmeza, como para conservar su atención; la otra permanecía en el bolsillo de la bata.
—Voy a tratar de explicarle cómo funciona esto, desde el principio, para que me entienda bien. Creo que nos hará las cosas un poco más fáciles.
El sol de la tarde se filtraba entre el follaje con un ángulo que producía prismas de luz y haces diáfanos, más propios de un sueño que de esta pesadilla.
—Al principio se puede determinar la hora exacta del deceso. Durante las primeras 24 horas el nivel de potasio al interior de los ojos es muy útil. Lo mismo que el algor mortis, el enfriamiento gradual del cuerpo que pierde aproximadamente 1.5 grados Fahrenheit por hora hasta llegar a la temperatura ambiente.
—Poco después —siguió—, la muerte libera formas de vida, distintas a la que se perdió. Su presencia se vuelve gradualmente notoria. Ahora mismo, señor Sgarbi, en su saliva residen microorganismos como los biscosis populi. Están ahí cuando nos alimentamos y durante el amor. Hay unos 250 en cada beso. ¿No es paradójico que sean ellos los que inician la descomposición del cuerpo?
Asintió sin responder. A pesar del tema y la situación había algo sedante, casi hipnótico, en la manera de hablar del perito. La entonación y las palabras que elegía preparaban a la gente para lo que venía a enfrentar. Seguir su relato permitía también seguirlo a él por el bosque para encontrarse con lo innombrable, como un niño que se interna en la oscuridad tomando de la mano a un adulto en quien confía. Esa destreza casi artesanal indicaba una práctica constante, pulida a través de versiones sucesivas: cada una otro cuerpo, otra víctima del crimen, pensó Sgarbi con un escalofrío.
—Tenga cuidado, no vaya a tropezar —dijo el perito para no dejarlo perderse en sus propios pensamientos. Avanzaba sin prisa, acompasadamente, la mano izquierda en su espalda, la derecha en la bata. Continuó describiendo el acompañamiento biológico de la muerte—. Conforme pasa el tiempo, la información deja de provenir de la persona, de lo que fue. Se vuelve entonces una cuestión entomológica, es decir, de insectos.
Sgarbi respingó ante esta última revelación. Fue una luz fortísima que le daba de frente y le impedía hacerse a un lado, bloquear aspectos que tal vez hubiera preferido ignorar.
—Por adentro del ombligo aparecen pequeños granos de arroz. Si uno los ve de cerca, puede percibirse a través de la piel cómo se retuercen. No son arroces, pero tienen su tamaño y forma. Son larvas. Las moscas ponen sus huevecillos en los puntos de entrada al cuerpo: los ojos, la boca y todo tipo de heridas abiertas como tajos, perforaciones de bala, etcétera. Cuando nacen se alimentan de la grasa subcutánea. No solo hay movimiento. Si uno se acerca lo suficiente a un cuerpo infestado es posible escucharlos alimentarse ahí dentro. Casi no se oye, pero es un sonido ensordecedor la primera vez porque uno no lo espera. ¿Se lo puede imaginar? Es indispensable que lo haga, señor Sgarbi, que visualice las consecuencias que presenciar algo así puede traer a los familiares de las víctimas que se encuentran por aquí. Necesitamos que llegue preparado.
¿Por qué seguir escuchando?, se preguntó atónito Sgarbi. ¿No era suficiente lo que venía a atestiguar? Sin embargo prefería perderse en el láudano ponzoñoso de la descripción post-mortem que imaginar los detalles específicos que aguardaban más adelante.
—Los órganos pueden ser identificados hasta tres semanas después del fallecimiento. Lo distintivo en la siguiente etapa es un proceso llamado autólisis, mediante el cual el cuerpo se digiere a sí mismo. Los tejidos comienzan a desintegrarse a causa de las enzimas en las células, y el líquido que contienen se filtra poco a poco. Eso si no se acerca algún animal, recuerde que estamos en el bosque.
Sgarbi trató de concentrarse en otra cosa, en algún sentido que lo distrajera del oído. Se dio cuenta que respiraba entrecortadamente. Trató de discernir los aromas comprendidos en el aire que entraba a sus pulmones. El olor era a tierra mojada y materia orgánica acoplándosele.
—Después de eso, las entrañas se licuan ahí dentro en una especie de sopa amarilla. Sin embargo, cuando se encuentra un cuerpo tirado por aquí, casi siempre ha pasado ya demasiado tiempo y están en las últimas fases: empiezan por abotagarse y luego entran de lleno en la etapa de putrefacción. Pero no le voy a dar más detalles, ya vamos llegando, mire.
Sgarbi levantó la cabeza. Se dio cuenta que desde hacía rato la llevaba gacha, sin fijarse por dónde iban. Todo alrededor era bosque, excepto por un refugio de piedra poco mayor a una caseta, con una puerta metálica entreabierta.
—Es ahí dentro.
Sgarbi traspasó tambaleante el umbral del horror. Sólo encontró una silla. Vacía. Entendió. No había sido un asesinato. Era un secuestro.
Publicado en El Ángel 12/agosto/2007
Un paseo por el bosque
Gonzalo Soltero
La noticia recorrió el cuerpo del señor Sgarbi como una ola corrosiva, cauterizando las terminaciones nerviosas a su paso. Trató de asimilar lo que había oído. Contuvo los sollozos. Comprendió que permitirse cualquier emoción le impediría cumplir lo que el agente acababa de encargarle: ir al Ajusco a reconocer los restos.
Condujo como un autómata, a una velocidad imprudente. El agente había insistido en lo apremiante de su presencia. Tomó el libramiento de la carretera. La migraña que despertó al colgar el teléfono se intensificó conforme ascendía y dejaba atrás las afueras de la ciudad.
En cuanto se acercó al kilómetro que le habían indicado redujo la marcha. Nunca había subido tan arriba. A esa altura el área boscosa se extendía sin otra interrupción que la franja de asfalto y algún coche como el suyo, que pasaba muy de vez en cuando. Una patrulla lo esperaba. Descendió un policía uniformado, con mirada de pésame bajo le visera, y le indicó por donde seguir.
A unos pasos lo aguardaba un hombre de bata blanca. Usaba el cabello engomado y un bigote ralo. Inclinó la cabeza ligeramente a manera de saludo.
—Señor Sgarbi, muchas gracias por venir tan pronto. Soy el perito forense. Por favor, acompáñeme por aquí —apoyó la mano izquierda contra su espalda y comenzó a guiarlo suavemente hacia el lugar de los hechos. Sgarbi se dejó conducir. El perito le inspiró una confianza mecánica, tal vez por la serie de medicina forense que veía en televisión.
—Mire, quiero ser claro con usted —comenzó a decirle con tono pausado—. Generalmente no le habríamos llamado en esta fase de la averiguación. Lo apropiado es que el reconocimiento se de en la morgue, después de la autopsia, cuando el cadáver ha sido revisado y aseado. Pero creemos que en este caso tal vez pueda ayudarnos. Aquí es difícil encontrar indicios, el rastro se enfría pronto. La vegetación no tarda en absorber las pistas.
Sgarbi volvió la cabeza en dirección a la carretera que se perdía ya entre los troncos derechísimos de los pinos. El suelo estaba cubierto por una capa de hojas sobre la cual sus pasos no habían dejado marca alguna. La mano en su espalda presionó con firmeza, como para conservar su atención; la otra permanecía en el bolsillo de la bata.
—Voy a tratar de explicarle cómo funciona esto, desde el principio, para que me entienda bien. Creo que nos hará las cosas un poco más fáciles.
El sol de la tarde se filtraba entre el follaje con un ángulo que producía prismas de luz y haces diáfanos, más propios de un sueño que de esta pesadilla.
—Al principio se puede determinar la hora exacta del deceso. Durante las primeras 24 horas el nivel de potasio al interior de los ojos es muy útil. Lo mismo que el algor mortis, el enfriamiento gradual del cuerpo que pierde aproximadamente 1.5 grados Fahrenheit por hora hasta llegar a la temperatura ambiente.
—Poco después —siguió—, la muerte libera formas de vida, distintas a la que se perdió. Su presencia se vuelve gradualmente notoria. Ahora mismo, señor Sgarbi, en su saliva residen microorganismos como los biscosis populi. Están ahí cuando nos alimentamos y durante el amor. Hay unos 250 en cada beso. ¿No es paradójico que sean ellos los que inician la descomposición del cuerpo?
Asintió sin responder. A pesar del tema y la situación había algo sedante, casi hipnótico, en la manera de hablar del perito. La entonación y las palabras que elegía preparaban a la gente para lo que venía a enfrentar. Seguir su relato permitía también seguirlo a él por el bosque para encontrarse con lo innombrable, como un niño que se interna en la oscuridad tomando de la mano a un adulto en quien confía. Esa destreza casi artesanal indicaba una práctica constante, pulida a través de versiones sucesivas: cada una otro cuerpo, otra víctima del crimen, pensó Sgarbi con un escalofrío.
—Tenga cuidado, no vaya a tropezar —dijo el perito para no dejarlo perderse en sus propios pensamientos. Avanzaba sin prisa, acompasadamente, la mano izquierda en su espalda, la derecha en la bata. Continuó describiendo el acompañamiento biológico de la muerte—. Conforme pasa el tiempo, la información deja de provenir de la persona, de lo que fue. Se vuelve entonces una cuestión entomológica, es decir, de insectos.
Sgarbi respingó ante esta última revelación. Fue una luz fortísima que le daba de frente y le impedía hacerse a un lado, bloquear aspectos que tal vez hubiera preferido ignorar.
—Por adentro del ombligo aparecen pequeños granos de arroz. Si uno los ve de cerca, puede percibirse a través de la piel cómo se retuercen. No son arroces, pero tienen su tamaño y forma. Son larvas. Las moscas ponen sus huevecillos en los puntos de entrada al cuerpo: los ojos, la boca y todo tipo de heridas abiertas como tajos, perforaciones de bala, etcétera. Cuando nacen se alimentan de la grasa subcutánea. No solo hay movimiento. Si uno se acerca lo suficiente a un cuerpo infestado es posible escucharlos alimentarse ahí dentro. Casi no se oye, pero es un sonido ensordecedor la primera vez porque uno no lo espera. ¿Se lo puede imaginar? Es indispensable que lo haga, señor Sgarbi, que visualice las consecuencias que presenciar algo así puede traer a los familiares de las víctimas que se encuentran por aquí. Necesitamos que llegue preparado.
¿Por qué seguir escuchando?, se preguntó atónito Sgarbi. ¿No era suficiente lo que venía a atestiguar? Sin embargo prefería perderse en el láudano ponzoñoso de la descripción post-mortem que imaginar los detalles específicos que aguardaban más adelante.
—Los órganos pueden ser identificados hasta tres semanas después del fallecimiento. Lo distintivo en la siguiente etapa es un proceso llamado autólisis, mediante el cual el cuerpo se digiere a sí mismo. Los tejidos comienzan a desintegrarse a causa de las enzimas en las células, y el líquido que contienen se filtra poco a poco. Eso si no se acerca algún animal, recuerde que estamos en el bosque.
Sgarbi trató de concentrarse en otra cosa, en algún sentido que lo distrajera del oído. Se dio cuenta que respiraba entrecortadamente. Trató de discernir los aromas comprendidos en el aire que entraba a sus pulmones. El olor era a tierra mojada y materia orgánica acoplándosele.
—Después de eso, las entrañas se licuan ahí dentro en una especie de sopa amarilla. Sin embargo, cuando se encuentra un cuerpo tirado por aquí, casi siempre ha pasado ya demasiado tiempo y están en las últimas fases: empiezan por abotagarse y luego entran de lleno en la etapa de putrefacción. Pero no le voy a dar más detalles, ya vamos llegando, mire.
Sgarbi levantó la cabeza. Se dio cuenta que desde hacía rato la llevaba gacha, sin fijarse por dónde iban. Todo alrededor era bosque, excepto por un refugio de piedra poco mayor a una caseta, con una puerta metálica entreabierta.
—Es ahí dentro.
Sgarbi traspasó tambaleante el umbral del horror. Sólo encontró una silla. Vacía. Entendió. No había sido un asesinato. Era un secuestro.
Publicado en El Ángel 12/agosto/2007